martes, 4 de diciembre de 2012


Recuerdos

 

Cuando Alonso cumplió diez años escuchó por primera vez la leyenda del tesoro enterrado al otro lado del río; diez años más tarde decidió buscarlo. Cruzó la cuidad en camión y el campo a pie, al llegar al río buscó la manera de cruzar al otro lado; encontró un puente muy viejo, de madera oscura y clavos oxidados. Puso un pie sobre el puente pero algo lo detuvo, miró hacia atrás, vio el hermoso sendero que había recorrido, pensó en volver pero su curiosidad lo incitaba a internarse en lo desconocido del futuro; al dar un paso más se escucho el crujir del puente, era evidente que nadie había intentado cruzarlo en mucho tiempo. Al sentir un peso ajeno el puente se reacomodo y Alonso, al mismo tiempo, sintió una especie de posesión que lo obligó a seguir caminando. La paz que se apoderó de él era extraña y excitante, al igual que los rayos del sol: intensos y sin calor. Al llegar exactamente a la mitad del puente se detuvo sin pensar y se sentó en la orilla; con los pies colgando y las manos apoyadas en las rodillas se asomó hacía el río para sorprenderse con su propio reflejo: la figura de un joven extremadamente delgado, de cara larga y ojos profundos, desapareció dejando paso a una serie de recuerdos plasmados en imágenes  casi tangibles pero algo borrosas y confusas.

 

Un niño de cinco años abría la puerta de su casa preguntando por su padre, nadie respondió, sólo la oscuridad que lo hizo comprender, el niño corrió al cuarto a buscar el suéter favorito de papá pero no lo encontró, ni eso ni los anteojos. Las dudas se disiparon y las lágrimas viajaron de sus ojos hacia las mejillas hasta llegar  a su boca y darle un beso. Sacó de un cajón una fotografía arrugada donde él y su padre jugaban con el perro, la presionó fuertemente contra su pecho y se durmió.

 

Una mujer recostada en una cama estaba a punto de morir, hincado a su lado, un joven de quince años sostenía con firmeza la mano izquierda de aquella que fuera su madre, la mujer le dio un beso y falleció.

 

En la oscuridad un niño de ocho años encendía una vela y le rezaba a su ángel de la guarda; en el momento que pronunciaba “no me desampares” perdió el conocimiento y cayo al piso. Recobró la conciencia cuando el frío y el miedo abusaron de él.

 

Dieciocho años después de haber nacido una figura masculina fue presa de los nervios y la adrenalina desencadenando así su primer beso, recibiendo así su primera bofetada.

 

Por último un joven extremadamente delgado, de cara larga y ojos profundos caminaba bajo la lluvia sin rumbo fijo, lo acompañaban su soledad y la tristeza.

 

Alonso entendió que no todo estaba olvidado, que a pesar de viajar ligero algunos recuerdos pesan como plomo y lastiman como dagas. El miedo volvió a ultrajarlo en ese momento, la indecisión lo sometió y el llanto salió en su defensa. Diez años anheló encontrar el tesoro enterrado al otro lado del río, tres mil seiscientos cincuenta días con algunas de sus noches  convivió con la idea y la necesidad de hacerlo pero cinco minutos frente a su reflejo fueron más fuertes.  El viento acarició suavemente su cabello y le recordó que había perdido en el camino el valor, la tolerancia y las llaves de su casa, debía volver aunque eso sin duda implicara retroceder. Las dudas lo reconquistaron, ahora más fuerte que nunca.

 

Puso en su mano derecha las ganas de cruzar y en la izquierda el valor de los objetos perdidos, descubrió que una cosa era complemento de la otra. Tenía que recuperar incluso la cordura e intentar cruzar el puente de nuevo. Alonso sabía que en esto había un riesgo; si abandonaba  el puente en ese momento podía después no querer cruzar ya más. La única solución era dejar en él algo que lo hiciera regresar; sacó instintivamente su dignidad pero estaba algo pisoteada y no representaba una motivación real. Pensó en dejar un pulmón, la mano derecha y tres cuartas partes de su corazón, pero se dio cuenta que podía sobrevivir perfectamente sin ello. Suspiró. Estaba decidido.

 

Volteó al piso y, casualmente, encontró cerca de él unos clavos y un martillo. Con gran dolor  clavó en la barandilla del puente la foto de su padre que siempre llevaba en el pantalón, el último beso de su madre que escondía detrás de la oreja y la fe en su ángel guardián que utilizaba como escapulario. Justo cuando se separó de lo más preciado que tenía comenzó  a sufrir: sintió como si fuera su alma la que dejaba; la cabeza estaba a punto de estallarle, cada vez le resultaba más difícil respirar, fue víctima de fuertes contracturas en casi todos los músculos y el pánico lo hirió de muerte y sin piedad.

 

Como pudo emprendió el viaje de regreso y fue cuando hizo consciente el barandal del puente: tenía cientos de objetos personales clavados en sus tablas, fotografías de familias enteras, muñecas de porcelana con una soledad desgarradora en la mirada y muchísimos afiches esperando un refrendo siquiera.

 

Alonso continuó y se vio a si mismo a lo lejos; la imagen resultaba patética. Hoy día fuma sin cesar, tiene veintisiete años y constantemente se hace preguntas que no puede contestar. Mientras, sus recuerdos, cansados de perder la nitidez, como pájaros enjaulados que ansían libertad, a punto de olvidarse ellos mismos, esperan que su dueño los recuerde, que compre un poco de valor y regrese por ellos. Después de tantos años, encontrar el tesoro enterrado al otro lado del rio es un diluido intentó por cruzar a un sueño lejano carente de verdad.

 

Carlos Sánchez López, Diciembre 2009
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