Recuerdos
Cuando
Alonso cumplió diez años escuchó por primera vez la leyenda del tesoro
enterrado al otro lado del río; diez años más tarde decidió buscarlo. Cruzó la
cuidad en camión y el campo a pie, al llegar al río buscó la manera de cruzar
al otro lado; encontró un puente muy viejo, de madera oscura y clavos oxidados.
Puso un pie sobre el puente pero algo lo detuvo, miró hacia atrás, vio el
hermoso sendero que había recorrido, pensó en volver pero su curiosidad lo
incitaba a internarse en lo desconocido del futuro; al dar un paso más se
escucho el crujir del puente, era evidente que nadie había intentado cruzarlo
en mucho tiempo. Al sentir un peso ajeno el puente se reacomodo y Alonso, al
mismo tiempo, sintió una especie de posesión que lo obligó a seguir caminando.
La paz que se apoderó de él era extraña y excitante, al igual que los rayos del
sol: intensos y sin calor. Al llegar exactamente a la mitad del puente se
detuvo sin pensar y se sentó en la orilla; con los pies colgando y las manos
apoyadas en las rodillas se asomó hacía el río para sorprenderse con su propio
reflejo: la figura de un joven extremadamente delgado, de cara larga y ojos
profundos, desapareció dejando paso a una serie de recuerdos plasmados en
imágenes casi tangibles pero algo borrosas
y confusas.
Un
niño de cinco años abría la puerta de su casa preguntando por su padre, nadie
respondió, sólo la oscuridad que lo hizo comprender, el niño corrió al cuarto a
buscar el suéter favorito de papá pero no lo encontró, ni eso ni los anteojos.
Las dudas se disiparon y las lágrimas viajaron de sus ojos hacia las mejillas
hasta llegar a su boca y darle un beso.
Sacó de un cajón una fotografía arrugada donde él y su padre jugaban con el
perro, la presionó fuertemente contra su pecho y se durmió.
Una
mujer recostada en una cama estaba a punto de morir, hincado a su lado, un
joven de quince años sostenía con firmeza la mano izquierda de aquella que
fuera su madre, la mujer le dio un beso y falleció.
En
la oscuridad un niño de ocho años encendía una vela y le rezaba a su ángel de
la guarda; en el momento que pronunciaba “no me desampares” perdió el
conocimiento y cayo al piso. Recobró la conciencia cuando el frío y el miedo
abusaron de él.
Dieciocho
años después de haber nacido una figura masculina fue presa de los nervios y la
adrenalina desencadenando así su primer beso, recibiendo así su primera
bofetada.
Por
último un joven extremadamente delgado, de cara larga y ojos profundos caminaba
bajo la lluvia sin rumbo fijo, lo acompañaban su soledad y la tristeza.
Alonso
entendió que no todo estaba olvidado, que a pesar de viajar ligero algunos
recuerdos pesan como plomo y lastiman como dagas. El miedo volvió a ultrajarlo
en ese momento, la indecisión lo sometió y el llanto salió en su defensa. Diez
años anheló encontrar el tesoro enterrado al otro lado del río, tres mil
seiscientos cincuenta días con algunas de sus noches convivió con la idea y la necesidad de
hacerlo pero cinco minutos frente a su reflejo fueron más fuertes. El viento acarició suavemente su cabello y le
recordó que había perdido en el camino el valor, la tolerancia y las llaves de
su casa, debía volver aunque eso sin duda implicara retroceder. Las dudas lo
reconquistaron, ahora más fuerte que nunca.
Puso
en su mano derecha las ganas de cruzar y en la izquierda el valor de los
objetos perdidos, descubrió que una cosa era complemento de la otra. Tenía que
recuperar incluso la cordura e intentar cruzar el puente de nuevo. Alonso sabía
que en esto había un riesgo; si abandonaba
el puente en ese momento podía después no querer cruzar ya más. La única
solución era dejar en él algo que lo hiciera regresar; sacó instintivamente su dignidad
pero estaba algo pisoteada y no representaba una motivación real. Pensó en
dejar un pulmón, la mano derecha y tres cuartas partes de su corazón, pero se
dio cuenta que podía sobrevivir perfectamente sin ello. Suspiró. Estaba
decidido.
Volteó
al piso y, casualmente, encontró cerca de él unos clavos y un martillo. Con
gran dolor clavó en la barandilla del
puente la foto de su padre que siempre llevaba en el pantalón, el último beso
de su madre que escondía detrás de la oreja y la fe en su ángel guardián que
utilizaba como escapulario. Justo cuando se separó de lo más preciado que tenía
comenzó a sufrir: sintió como si fuera
su alma la que dejaba; la cabeza estaba a punto de estallarle, cada vez le
resultaba más difícil respirar, fue víctima de fuertes contracturas en casi
todos los músculos y el pánico lo hirió de muerte y sin piedad.
Como
pudo emprendió el viaje de regreso y fue cuando hizo consciente el barandal del
puente: tenía cientos de objetos personales clavados en sus tablas, fotografías
de familias enteras, muñecas de porcelana con una soledad desgarradora en la
mirada y muchísimos afiches esperando un refrendo siquiera.
Alonso
continuó y se vio a si mismo a lo lejos; la imagen resultaba patética. Hoy día
fuma sin cesar, tiene veintisiete años y constantemente se hace preguntas que
no puede contestar. Mientras, sus recuerdos, cansados de perder la nitidez,
como pájaros enjaulados que ansían libertad, a punto de olvidarse ellos mismos,
esperan que su dueño los recuerde, que compre un poco de valor y regrese por
ellos. Después de tantos años, encontrar el tesoro enterrado al otro lado del
rio es un diluido intentó por cruzar a un sueño lejano carente de verdad.
Carlos Sánchez López, Diciembre
2009
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