miércoles, 21 de agosto de 2013

El regalo de tu espalda.


 


Por Grissel López
Me recuesto y siento una oleada de dolor.
Anais Nin.


 

Buen viaje, hasta pronto, apretón de manos o un beso según sea el caso. Las despedidas, ese acto de depositar el alma en manos de alguien más, nos permite ver nuestra propia muerte. Arthur Schopenhauer decía: “Si nuestra existencia no tiene por fin inmediato el dolor puede afirmarse que no tiene ninguna razón de ser en el mundo. Porque es absurdo admitir que el dolor sin termino que nace de la miseria inherente a la vida y que llena el mundo, no sea más que un puro accidente y no su misma finalidad. Cierto es que cada desdicha particular parece una excepción; pero la desdicha general es la regla”.

Ver una espalda convertirse en un punto diminuto que puede tomarse entre los dedos y volverse un recuerdo inanimado, tiene como fin la nada, y la nada es un mundo inaccesible del que nos volvemos espectadores pasivos, cautivos y esperanzados. Basta con decir que en esta vida absolutamente todos conocemos el acto cruel de despedir junto con la incertidumbre de ver regresar a quién llevamos en el pecho como un recuerdo, un vagido,  un dolor creciente que suplica no ser despertado.

Por otra parte volverse de una despedida sin mirar atrás para evitar convertirnos en un pilar de sal, trae consigo un duelo que conlleva a encontrarnos en un laberinto del que salimos solo hasta que el recuerdo se vuelve fantasma. Mientras tanto duele el pecho y la garganta, el dolor sustituye a las palabras que se cortan antes nacer. Uno se arroja contra el suelo esperando que entre cada tumbo se resbalen los pendientes que se piensa, existen. Ya no escucharle más, ya no oler su cuello,  no verle soñar… ya no.

Quiero entonces despedirme, que te vaya bien y espero en otra vida encontrarte, buen viaje, besos en la frente, las manos, desesperación, llanto, un temblor,  tocarse sin tocarse, abrazos sin olor, vaga esperanza… quietud; un mareo juega con las piernas, se va la fuerza de los labios, se queda entrecortado el adiós.

Así las despedidas.

Ahora quiero compartir con ustedes un fragmento de la obra  que tiene como título “Un infierno que se abre”,  que nació  de la fortuna de compartir la pluma con Martin Licona también colaborador de  Deshuesadero de Palabras.

 

 

(Se separan y quedan frente a frente, se acarician el rostro como reconociéndose. Pasa el tiempo y la calma los lleva hasta la monotonía. Ya no hay palabras para quienes ya se dijeron todo. Él se levanta abre su paraguas, saca de arriba de la parada del bus un cepillo. Ella se acomoda dándole la espalda, él regresa y empieza a cepillar. Así pasa el tiempo, así pasa el deseo, así se apaga un incendio. Termina de cepillarle el cabello, se sienta su lado, sonríe con una sonrisa de tristeza añeja, de esas que solo pintan media cara. Se toman de las manos, se desprenden.  Ya no hay más para ellos. Ella se levanta, le besa la frente y se va. Mientras sus pasos se alejan de la parada del bus, ella y él dicen sus últimas palabras).

Hombre: Después de conocer una mujer etérea ¿Puede brindarnos alguna clase de atractivo una mujer terrestre?  ¿Verdad que no hay diferencia sustancial entre vivir con una vaca o con una mujer que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo? Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender la seducción de una mujer pedestre, y por más empeño que ponga en concebirlo, no me es posible ni tan siquiera imaginar que se pueda hacer el amor más que volando.

Mujer: Y debo decir que confió planamente en la capacidad de haberte conocido. Que nunca intentaré olvidarte, y que si lo hiciera no lo conseguiría. Que me encanta mirarte y que te hago mío con solo verte de lejos. Que adoro tus lunares y que tu pecho me parece el paraíso. Que no fuiste el amor de mi vida, ni de mis días ni de mi momento. Pero te quise y te quiero aunque estemos destinados a no ser.

 

 

FIN.

miércoles, 7 de agosto de 2013

Sombras


Por Grissel López.
                                                                                         

 Ocho horas de sueño son suficientes para que durante el día nuestro cuerpo y mente tengan un buen desempeño, los niños crezcan, recuperemos energía…  ¿De verdad? ¿No deberían ser ocho horas de sueños?

Los sueños, sí, esas historias de las que no te acuerdas al despertar, ahí donde puedes volar, tener bigote, ser amigo de quién en esta vida bajo ninguna circunstancia voltearía a verte,  comer flores, gusanos, morir o ver tu muerte, o las dos al mismo tiempo,  tener familia, estar solo, ver a gente volver de entre los muertos, despedirte, perdonar…

Parece un sueño poder  cerrar los ojos y convertirte en un ser que se esconde, que vive de recuerdos y los calla, una sombra que se recuesta para vivir por la noche  la vida que de día es negada.

 

Quisiera hoy ser feliz de buena gana.

Quisiera hoy ser feliz de buena gana,

ser feliz y portarme frondoso de preguntas,

abrir por temperamento de par en par mi

                                          (cuarto, como loco,

y reclamar, en fin,

en mi confianza física acostado,

sólo por ver si quieren,

solo por  ver si quieren probar de mi

                                (espontanea posición,

 

 

reclamar voy diciendo,

por  qué me dan así tanto en el alma.

 

Pues quisiera en sustancia ser dichoso,

obrar sin bastón laica humildad, ni burro

                                                           (negro.

 

Así las sensaciones de este mundo,

los cantos subjuntivos,

el lápiz que perdí en mi cavidad

y mis amados órganos de llanto.

 

Hermano persuasible, camarada,

padre por la grandeza, hijo mortal,

                                                            (de Darwin:

¿a qué hora pues, vendrán con mi  retrato?

¿A los goces? ¿Acaso sobre goce

                                                     (amortajado?

¿Más temprano? ¿Quién sabe, las porfías?

 

A las misericordias, camarada,

hombre mío en rechazo y observación,

                                                        (vecino

en cuyo cuello enorme sube y baja, al

natural, sin hilo, mi esperanza…

 

Cesar Vallejo.