Por Grissel López
Me recuesto y siento una oleada de dolor.
Anais Nin.
Buen viaje, hasta pronto, apretón de manos o un beso según
sea el caso. Las despedidas, ese acto de depositar el alma en manos de alguien
más, nos permite ver nuestra propia muerte. Arthur Schopenhauer decía: “Si nuestra existencia no tiene por fin
inmediato el dolor puede afirmarse que no tiene ninguna razón de ser en el
mundo. Porque es absurdo admitir que el dolor sin termino que nace de la
miseria inherente a la vida y que llena el mundo, no sea más que un puro
accidente y no su misma finalidad. Cierto es que cada desdicha particular parece
una excepción; pero la desdicha general es la regla”.
Ver una espalda convertirse en un punto diminuto que puede
tomarse entre los dedos y volverse un recuerdo inanimado, tiene como fin la
nada, y la nada es un mundo inaccesible del que nos volvemos espectadores
pasivos, cautivos y esperanzados. Basta con decir que en esta vida absolutamente
todos conocemos el acto cruel de despedir junto con la incertidumbre de ver
regresar a quién llevamos en el pecho como un recuerdo, un vagido, un dolor creciente que suplica no ser
despertado.
Por otra parte volverse de una despedida sin mirar atrás para
evitar convertirnos en un pilar de sal, trae consigo un duelo que conlleva a
encontrarnos en un laberinto del que salimos solo hasta que el recuerdo se
vuelve fantasma. Mientras tanto duele el pecho y la garganta, el dolor
sustituye a las palabras que se cortan antes nacer. Uno se arroja contra el suelo
esperando que entre cada tumbo se resbalen los pendientes que se piensa,
existen. Ya no escucharle más, ya no oler su cuello, no verle soñar… ya no.
Quiero entonces despedirme, que te vaya bien y espero en
otra vida encontrarte, buen viaje, besos en la frente, las manos, desesperación,
llanto, un temblor, tocarse sin tocarse,
abrazos sin olor, vaga esperanza… quietud; un mareo juega con las piernas, se
va la fuerza de los labios, se queda entrecortado el adiós.
Así las despedidas.
Ahora quiero compartir con ustedes un fragmento de la obra que tiene como título “Un infierno que se abre”, que nació de la fortuna de compartir la pluma con Martin
Licona también colaborador de Deshuesadero
de Palabras.
(Se separan y quedan frente a frente, se acarician el rostro
como reconociéndose. Pasa el tiempo y la calma los lleva hasta la monotonía. Ya
no hay palabras para quienes ya se dijeron todo. Él se levanta abre su
paraguas, saca de arriba de la parada del bus un cepillo. Ella se acomoda dándole
la espalda, él regresa y empieza a cepillar. Así pasa el tiempo, así pasa el
deseo, así se apaga un incendio. Termina de cepillarle el cabello, se sienta su
lado, sonríe con una sonrisa de tristeza añeja, de esas que solo pintan media
cara. Se toman de las manos, se desprenden. Ya no hay más para ellos. Ella se levanta, le
besa la frente y se va. Mientras sus pasos se alejan de la parada del bus, ella
y él dicen sus últimas palabras).
Hombre: Después
de conocer una mujer etérea ¿Puede brindarnos alguna clase de atractivo una
mujer terrestre? ¿Verdad que no hay
diferencia sustancial entre vivir con una vaca o con una mujer que tenga las
nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo? Yo, por lo menos, soy incapaz de
comprender la seducción de una mujer pedestre, y por más empeño que ponga en
concebirlo, no me es posible ni tan siquiera imaginar que se pueda hacer el
amor más que volando.
Mujer: Y debo
decir que confió planamente en la capacidad de haberte conocido. Que nunca
intentaré olvidarte, y que si lo hiciera no lo conseguiría. Que me encanta
mirarte y que te hago mío con solo verte de lejos. Que adoro tus lunares y que tu
pecho me parece el paraíso. Que no fuiste el amor de mi vida, ni de mis días ni
de mi momento. Pero te quise y te quiero aunque estemos destinados a no ser.
FIN.