Por Melissa González Caamal
“I am a choreographer. A choreographer is a poet. I do not create. God creates. I assemble, and I will steal from everywhere to do it.”
Así definía George Blanchine su labor: como la de artesano,
no de creador. Lo que nos hace pensar
que tal vez esta concepción sea el resultado de las múltiples “casualidades”
que lo llevaron a ser la pieza fundamental del ballet neoclásico que fue.
Quién habría revivido la música de Tchaikovsky si Balanchine
no hubiera audicionado para “no perder el tiempo” en la escuela de ballet de
San Petersburgo, junto con su hermana (que hacía un segundo intento), en la que
ella no quedó, pero él sí. Quién habría dado tales cimientos al ballet norteamericano
si Balanchine no hubiera tenido esa lesión que hizo que se dedicara por completo a
la coreografía. ¿Sería (paradójicamente) tan armoniosa su danza si su
adolescencia no hubiera sufrido los efectos de la revolución rusa? Pues “armonioso” es el mejor adjetivo que
puede describir su obra. Es posiblemente la revolución la que lo hizo buscar
esa paz y esa belleza en el arte. Él fue quien convenció a Stravinsky de dejar
los temas violentos y gastados, para recuperar esa pureza y naturalidad que
creía estaban perdiendo.
George Balanchine no nos quería contar historias; lo que
buscaba era dejar al público cautivo con la belleza intrínseca de su danza.
Despojar al bailarín de los vestuarios suntuosos y hasta de la escenografía
misma, para después despojar al espectador de su propia realidad.
Fue en el Teatro Maryinski su debut como bailarín y
coreógrafo, el lugar en el que Tchaikovsky compuso “El cascanueces” y en el que
debutaron personajes como Nureyev y Baryshnikov. En los años en que San Petersburgo
estaba abierto a corrientes vanguardistas, fue cuando, a los 16 años, comenzó su
labor como coreógrafo, misma que nunca pasaría desapercibida.
Su formación artística inicial en el Conservatorio de San
Petersburgo, donde tocaba el piano desde los 5 años, y el contacto que tuvo
desde el seno familiar (pues su padre era compositor), son seguramente la causa
de lo que caracterizó su obra: la relación simbiótica entre la música y el
bailarín. Se dice que Balanchine era capaz de ver las partituras como un
director de orquesta, que le bastaba observarlas
para saber lo que, como si fuera destino, tendría que escoger de la “paleta de
movimientos”.
Supo homenajear la técnica del clasicismo, pero también supo
depurar y redefinir para crear un ballet con conceptos modernos. Dejó a un lado
los tradicionales cuerpos de baile que en el romanticismo decoraban la escena y
realizaban poses estáticas; para darles una participación activa, provocando
que, en conjunto, tuviera más peso el movimiento. Dio vital importancia a la naturalidad,
la rapidez, el control y la precisión; piezas claves de “El método Balanchine”,
que le permitió atender esas necesidades para el entrenamiento de sus
bailarines, cuyos cuerpos quiso siempre mostrar como reales y vivientes.
George Balanchine tenía que enseñarnos que no tiene que haber
brecha entre el pasado y la actualidad, que la danza es un arte independiente
que a veces basta sólo observar, que lo que hace el bailarín es “muy similar al
trabajo de un mago” y que para crear se necesita de esfuerzo por la belleza y
un poco de suerte.
A continuación videos sobre dos de sus ballets más
importantes: “Serenata” con música de Tchaikovsky y “Concierto para violín” de Igor Stravinsky.