jueves, 28 de febrero de 2013

Si las partituras bailaran…




Por Melissa González Caamal



“I am a choreographer. A choreographer is a poet. I do not create. God creates. I assemble, and I will steal from everywhere to do it.”  


Así definía George Blanchine su labor: como la de artesano, no de creador.  Lo que nos hace pensar que tal vez esta concepción sea el resultado de las múltiples “casualidades” que lo llevaron a ser la pieza fundamental del ballet neoclásico que fue.


Quién habría revivido la música de Tchaikovsky si Balanchine no hubiera audicionado para “no perder el tiempo” en la escuela de ballet de San Petersburgo, junto con su hermana (que hacía un segundo intento), en la que ella no quedó, pero él sí. Quién habría dado tales cimientos al ballet norteamericano si Balanchine no hubiera tenido esa lesión que hizo que se dedicara por completo a la coreografía. ¿Sería (paradójicamente) tan armoniosa su danza si su adolescencia no hubiera sufrido los efectos de la revolución rusa?  Pues “armonioso” es el mejor adjetivo que puede describir su obra. Es posiblemente la revolución la que lo hizo buscar esa paz y esa belleza en el arte. Él fue quien convenció a Stravinsky de dejar los temas violentos y gastados, para recuperar esa pureza y naturalidad que creía estaban perdiendo.
 

George Balanchine no nos quería contar historias; lo que buscaba era dejar al público cautivo con la belleza intrínseca de su danza. Despojar al bailarín de los vestuarios suntuosos y hasta de la escenografía misma, para después despojar al espectador de su propia realidad.


Fue en el Teatro Maryinski su debut como bailarín y coreógrafo, el lugar en el que Tchaikovsky compuso “El cascanueces” y en el que debutaron personajes como Nureyev y Baryshnikov. En los años en que San Petersburgo estaba abierto a corrientes vanguardistas, fue cuando, a los 16 años, comenzó su labor como coreógrafo, misma que nunca pasaría desapercibida.  


Su formación artística inicial en el Conservatorio de San Petersburgo, donde tocaba el piano desde los 5 años, y el contacto que tuvo desde el seno familiar (pues su padre era compositor), son seguramente la causa de lo que caracterizó su obra: la relación simbiótica entre la música y el bailarín. Se dice que Balanchine era capaz de ver las partituras como un director de orquesta, que le  bastaba observarlas para saber lo que, como si fuera destino, tendría que escoger de la “paleta de movimientos”.


Supo homenajear la técnica del clasicismo, pero también supo depurar y redefinir para crear un ballet con conceptos modernos. Dejó a un lado los tradicionales cuerpos de baile que en el romanticismo decoraban la escena y realizaban poses estáticas; para darles una participación activa, provocando que, en conjunto, tuviera más peso el movimiento. Dio vital importancia a la naturalidad, la rapidez, el control y la precisión; piezas claves de “El método Balanchine”, que le permitió atender esas necesidades para el entrenamiento de sus bailarines, cuyos cuerpos quiso siempre mostrar como reales y vivientes. 


George Balanchine tenía que enseñarnos que no tiene que haber brecha entre el pasado y la actualidad, que la danza es un arte independiente que a veces basta sólo observar, que lo que hace el bailarín es “muy similar al trabajo de un mago” y que para crear se necesita de esfuerzo por la belleza y un poco de suerte.


A continuación videos sobre dos de sus ballets más importantes: “Serenata” con música de Tchaikovsky  y “Concierto para violín” de Igor Stravinsky. 





 






lunes, 25 de febrero de 2013

Margarita Michelena






Por Grissel López





                                                                                                             La poesía es un hechizo

                                                                                                   que uno se conjura a sí mismo

                                                                                                                   (Hombre de la tierra).





Margarita Michelena decía Mi verdadera biografía está en mis versos, es así lectores de Deshuesadero de palabras, que el día de hoy recordaremos a una poeta, periodista, crítica literaria y narradora que decía que la poesía es dirigida a un ser humano y hecha por un ser humano.

Nació en Pachuca Hidalgo, hija de padres españoles. Estudio letras en la Facultad de filosofía y letras de la UNAM. En 1978 reunió a varias escritoras e hizo el primer diario elaborado para mujeres, nunca se dijo pertenecer a ningún grupo literario.

Se dice que fue lírica de nacimiento, en su obra nos habla de exégesis del lado oscuro de la vida, el amor, la muerte y la soledad. Escribió en verso libre con un lenguaje sencillo, expresaba su existencia en un mundo sin sentido aunque no dejaba de lado la belleza. Octavio Paz apuntó así en una ocasión, sus poemas son cristalizados transparentes, poemas bien planteados en la tierra, pero movidos por una misteriosa voluntad de vuelo.

Ha sido publicada en los poemarios: Paraíso y nostalgia (1945), Laurel del ángel (1948), La tristeza terrestre (1945), Tres poemas y una nota autobiográfica (1963), Reunión de imágenes (antología, 1969) y el país mas allá de la niebla.

Margarita Michelena murió a los 81 años de edad, en la Cuidad de México, el 27 de marzo de 1998, a consecuencia de un derrame cerebral. No así su obra.

Con lenguaje cotidiano nos contagia su lirismo y la fuerza de su poesía. No me queda más que desearles una grata lectura. Si ya son lectores de poesía tendrán que sentarse a disfrutar a Margarita Michelena, es un verdadero placer y si no, la poesía genera poesía, será cuestión de tiempo para que le encuentren el gusto. Buen viaje…



POR EL LAUREL DIFUNTO

Aquí estás, en la tierra que me duele

por la corola abierta y emigrada

y justo en el invierno que atravieso

para ir de mi dolor a mis palabras.

Mira aquí, en la tiniebla que te sigue,

tu desolado rostro y estas lágrimas,

tan hondas que te brotan inconclusas

y te llenan de estrellas desgarradas.

Debajo de tu piel hay como un niño

que no salió a la sombra de los árboles

ni sintió la dulzura con que instala

su dolor y su júbilo la sangre.

Y es así que en tu voz, donde naufragan

los pájaros no vistos, los cristales

de corriente y de música negadas,

algo que duele —fracasado y tierno—

no se puede morir, siempre se queda

tal como en la estatura de la ola,

coronada de espumas y de espacios,

dulcísimo y menor se escucha siempre

el lírico metal de las arenas.

Yo te he amado en la sombra

de mi predio espantable y transitorio.

Mas no con brazos de mujer te he amado,

ni con los dedos de esperanza y hambre

que tejen mi tapiz, mientras desciende

sobre mi sol desértico el eclipse

del ala que me falta y vuelve el ángel:

con el dolor te amé de ver un río

ausente de su cauce.

No nos une en el tiempo sino un llanto

que no tuvo garganta en que alojarse

y la tibia estación de una caricia

de cuyas manos vi la arquitectura

adentro de mí misma desplomarse.

Esa ceniza de alguien que no vino,

a quien no pude dar el minucioso

labrado de su voz y su columna,

ese entrañable muerto de mí misma

cuyo nombre no sé ni sé su rostro,

es la madera impar de este naufragio

y nada más la huella de nosotros.

Eres toda la tierra que contengo,

todo el dolor mortal que haya sufrido.

Por el niño que amé bajo tus ojos

y que nunca saliera de ti mismo,

por el laurel difunto que me diste

para que en mí elevara sombra y fruto,

este amargo poema en que recuerdo

la única posible coincidencia

que existió entre mi carne y mi destino.

Laurel de ángel, 1948.